martes, abril 26, 2005

El Clásico

Espero que les guste.

El Clásico

“Gooooo…” Alberto se levantó furioso y tiró su bandejita para sofá que contenía su cerveza, las migas de las empanadas y las cenizas de tres cigarros que se había fumado. “¡Es que es como si uno estuviera caminando por la calle todo contento y de un momento a otro se cayera!”, dijo él con rabia. Pero él estaba rabioso y a la vez contento: contento porque después de mucho tiempo el “equipo tiburón” había logrado meter un gol de visitante; rabioso porque justo en el momento del golazo se apagó la pantalla y no lo pudo ver completo. Al ver que no llegaba la luz, Alberto cogió su gabardina negra de paño que le salía con todo, se puso sus botas negras compradas al lado del cartucho en la fabulosa promoción “mil por talla” y se dispuso a ir a uno de esos bares de mala muerte donde se reunían los borrachones a ver todos los partidos de la temporada. El hombre vivía en un edificio viejo del centro y al salir vio que en todo su barrio faltaba la luz. Pero todo era aún más extraño porque normalmente a las nueve de la noche había gente por ese lado de la ciudad, sobre todo un miércoles. Pero lo único que había era la tenue niebla fluorescente de la luna que acompañaba a Alberto por donde caminaba. Y miraba para todas partes y no veía a nadie. Ni siquiera a “Tripichin”, el pordiosero que se mantenía día y noche en la esquina de su cuadra. Cuando llegó a su bar predilecto, estaba cerrado.”Maldita sea, ¿Qué le pasa a esta ciudad? ¡Parece que todos se hubieran ido al infierno!”, gritó desesperado. Alberto se cansó de buscar un bar abierto y regresó contando los pasos uno a uno hasta su edificio, eso sí, sintiendo un frío infinito que lo quemaba hasta los huesos. Nunca había sentido eso, ni siquiera cuando se fue a acampar a Salento -que es lo más frío en donde había estado- con todos sus amigos donde se helaron hasta los cayos de sus pies. Pero ahora era muy diferente, porque era como si el frío le envolviera hasta el alma. Y Alberto que era muy cobarde, a pesar de la oscuridad y la soledad que había esa noche en la ciudad –porque al parecer era por todas partes- no tenía ni una pizca de miedo. Siempre que él llegaba a su edificio, sacaba la llave y antes de abrir miraba a sus lados para ver si algún malandro quería aprovechar y atracarlo de improvisto –de hecho ya le había pasado una vez-, pero esta vez no le había tocado estar tan prevenido y ni siquiera le hubiera importado si lo atracaban. Todo lo que quería era que la luz volviera para terminarse de ver el clásico Júnior-Nacional. Abrió y subió las escaleras de dos en dos, como siempre solía hacerlo y entró a su apartamento mirando el reloj, que a pesar de todo el tiempo que había pasado, seguía marcando las nueve. Alberto se dirigió directo al teléfono para ver si alguno de sus amigos sabía cómo iba el partido. Pero la línea estaba muerta como toda la ciudad. “¡Cómo es posible que esto me pase a mi?”, se preguntaba Alberto ya resignado. No quedaba otra opción más que esperar, entonces el hombre se dirigió de nuevo hacia su sala de estar donde se encontraba su televisor y su sillón reclinable donde veía toda la basura que presentaban en los canales nacionales. Pero cuando se fue a sentar, tropezó con algo suave pero pesado a la vez, algo muy raro, era como un costal tirado en el piso. Cuando Alberto se agachó a mirar qué era, vio el cuerpo de un hombre maduro con una gabardina igual a la suya y unas botas exactas a las suyas. Pero cuando Alberto levantó la cabeza del cuerpo y vio el suelo lleno de sangre, comprendió porqué no había nadie en la calle y porqué sentía el frío infinito en su alma.
Cuando Alberto vio a Alberto allí tirado, supo que su reloj nunca pasaría de las nueve y que nunca vería el glorioso final del clásico.

Simón Pedro