sábado, agosto 25, 2007

La Mona

Bueno, tiempo que no escribo aquí; pero como es menester, voy a poner mi último texto, es una especie de crónica póstuma en honor a una grande que nadie conoció. Digo esto para pedirles perdón a los que esperaban un poema o un poeta... aquí sólo hay una crónica y un músico.

Corría el año de 1995, aunque ese año realmente no corrió. Colombia atravesaba el cambio presidencial entre César Gaviria y Ernesto “El Elefante” Samper. Mi familia fue víctima del desempleo y de las no-oportunidades que brindó – brinda y brindará – el estado Colombiano. Mi familia, como otras familias, tuvo que buscar recursos en otras partes y correr hacia cualquier parte de Colombia –si es posible– o del mundo para conseguir empleo. Es preciso decir que mi mamá es Docente y mi papá es Médico, ambos de la Universidad de Antioquia. Si bien nunca corrió, caminaba lerdamente el año 95’ cuando recibimos la llamada desde Casanare que nos daba la respuesta aprobatoria al sinnúmero de curriculum vitae et studiorum enviados por toda Colombia. Días después nos encontrábamos camino a la Terminal de transportes de Medellín, luego de haber dejado en un garaje alquilado todas nuestras pertenencias en cajas cafés y blancas. Allí en la Terminal, le decíamos un hasta luego a Nuestra Señora de la Candelaria que, como el resto del país, no tenía respuestas laborales serias y dignas a los ciudadanos honrados; también, como el resto del país, sólo tenía negocios ilegales o sangre y muerte o todo junto.

Recuerdo que por esos días las carreteras de acceso a Casanare eran dos, la más corta se tomaba treinta y seis horas, sin escala, en Rápido Ochoa, que por cierto: de rápido no tenía sino el nombre. Decirles que Yopal se veía horrible y solitario a causa del largo viaje no sería exagerar; sería mentir. La capital Casanareña estaba hermosa esa tarde, los hotelitos, los últimos rayitos de sol cayendo sobre los tejados, sobre la carnita encima del fogón, sobre los capachos, las alpargatas y el parqué. Yopal enteramente hermosa y solita para mí. Hubiera deseado tener una cámara para mostrarles los recuerdos que de todos modos me llevo para mí solito, como esas palomas que volaban trabajosas escapando de dos niños o como la señora que pedía limosna sin pedirla. Todo era hermoso.

Esa misma noche, nos embarcamos rumbo a Támara, donde Arcadio Benítez nos estaba esperando. Recuerdo que por teléfono no se podía hablar mucho, sin embargo Arcadio le dijo estas palabras tranquilizadoras a mi mamá: “¿Porqué tienen miedo? Ustedes allá viven rodeados de peores cosas, sicariato, guerrilla, paramilitares, delincuencia común y mafia; nosotros aquí sólo tenemos la guerrilla”. Así fue, llegamos en medio de un enfrentamiento entre la guerrilla y el ejército nacional, llegamos entre bombas y olor a sangre, llegamos para que mi papá tuviera que trabajar esa misma madrugada para subsanar las heridas violentas que las soluciones políticas dejaron en la tez de nuestros soldaditos de hierro.

Cada día mi padre se levantaba para seguir enmendando los errores que los gobernantes no eran capaces, cada día mi mamá se levantaba para llevarme a la escuela y yo me levantaba para perseguir iguanas y admirarme por el comportamiento de las vaquitas, que eran “hermosísimas mamá”. Treinta días que admiré las iguanitas, los ratoncitos y hasta los guerrilleritos, que de seis o siete añitos ya sabían que tenían que pagar su cuota familiar subversiva. Treinta días, ni más, ni menos, para irnos de Támara, el primer pueblo donde viví en los llanos. Por cosas del destino y de la seccional de salud de Casanare trasladaron a mi papá, y a nosotros con él, para Pore, un pueblo a cuatro horas de Támara por carretera destapada. Allí las cosas eran más sencillas, vivíamos en la casa rural, cerca del centro de salud, cerca del olor a quirófano y a hamaca, cerca del olor a mandarina, cerca al olor de cuadernito amarillo; pero lejos de la escuela. Creo que en ese año aprendí más del viaje que de la academia, conocí cuatro escuelas; siempre me adapté.
En la casa rural del centro de salud de Pore también vivía una Odontóloga, cuyo nombre no recuerdo, y la Mona. La Mona era una auxiliar de odontología sin estudios ni títulos, era la cuota cobrada de la guerrilla al gobierno para tener infiltrados en cualquier cosa infiltrable: La Mona era guerrillera.

Cuando hablo de la Mona es inevitable recordar a las Diosas del Vallenato, a “ay hombe”, a “qué niño más bonito, tiene que aprender a bailar para poder conquistar” y a tantos recuerdos que trataré de contar para quitarme este nudo de la garganta. La Mona era hija de un guerrillero campesino, que se metió a la guerrilla por obligación, porque las casas campesinas tiene que dar su cuota de algún modo y como en el campo no hay dinero, entonces la cuota se resume en dar un miembro de la familia a algún frente para poder acabar con el imperialismo y con la raza burguesa. La Mona entró a la guerrilla porque su padre murió y a ella no le quedó más que asumir el cupo. Me la imagino en una fila, vestida de camuflado, con la mirada tierna que siempre tuvo y me da un miedo terrible. Me la imagino así y me acuerdo que un día le contaba a mi mamá, mientras me acariciaba la cabeza, que odiaba el camuflado y que le encantaría ponerse medias veladas como hacen por allá en la capital paisa. Su sueño no era acabar con el imperialismo de ningún modo, ni llevar una bandera llena de sangre pero limpia de corrupción; su sueño era vestirse de medias veladas, de falditas cortitas, de labial rojo y pestañita Revlon, su sueño era que las llamadas que recibiera no fueran para informar sino para sentirse amada, para soñar que algún día todo cambiaría y de repente ser feliz con su amor eterno; su sueño era ser mujer.

El centro de salud era chico, pero yo siempre lo vi grande porque mis piecitos no andaban lo mismo que los de mis padres, tarde me di cuenta de que por más que corriera para alcanzarlos nunca lo haría, pues ellos ya habían caminado mucho más y por otros caminos. Era un centro de salud como cualquiera, tenía su cuarto de odontología, su consultorio y su sala de urgencias. Después de la sala de urgencias estaba el cuarto de la Mona, al frente del cuarto estaba la planta, por si cortaban la luz o algún atentado hacían al pueblo en medio de una cirugía. Después de la planta había un senderito rústico, hecho con baldosas de cemento, que llevaba a la casa rural. Si caminabas por el senderito era mejor que no miraras para los lados pues te podría comer una culebra o saltar un sapo y vaya la alegría que te daría, bueno, eso pensaba yo. Entre la casa rural y el centro de salud estaba el quiosco – todo esto, encerrado entre paredes de ladrillo, como si afuera hubiese peligro de algún tipo –. En ese quiosco empezaron los problemas, pero no fue culpa del quisco sino de la intolerancia; mi padre se había acabado de graduar como médico de la Universidad de Antioquia, institución en la que le enseñaron a moldearse y a tener un estricto orden de las treinta y tres maneras correctas de llevar la bata y los artículos cincuenta y dos y cincuenta y tres raya uno para manejar bien un hospital. Él los aprendió con facilidad. Aprendió con facilidad, también, que en un hospital por las noches no se puede incurrir en el alcohol, que no sea antiséptico, o en la juerga. Así es que tras el fallido intento de llamarle la atención a los trabajadores del centro de salud por sus reuniones nocturnas en el quisco, procedió a escribirle a la seccional de salud de Casanare – pues él ya era el director del centro de salud y olvidó que el esparcimiento y el ocio hacen parte de una vida sana –. En la carta informaba de los conflictos que había tenido con su cuerpo de salud y pedía el traslado de todos, menos de la mona, porque ella estaba cuidada ahí, en su mismo pueblo por su misma guerrilla a la cual ella nunca quiso entrar. Ella nunca quiso entrar en la guerrilla pero la obligaron, nunca quiso entrar de auxiliar de odontología, pero la obligaron, mucho menos se quiso ir del hospital; pero también la obligaron.

Lo único que recuerdo es que me fui sin despedirme de los amigos de la escuela, con los que jugaba trompo y canicas, ya me estaba volviendo bastante bueno en esto. Me despertaron las luces de una ambulancia, pensé que era un herido de combate o una embarazada, esta última idea se me borró de inmediato, pues la sangre de balas es más importante que la sangre de vida. “Nos vamos rápido doctor que nos pueden coger”. Alguien había anunciado a mi papá, yo nunca supe porqué teníamos que irnos de esa maravillosa tierra de mandarinas y novillos. Simplemente a alguien no le gustó que mi papá impusiera el orden como se lo enseñaron en su universidad, enseñanza que casi nos mata a los tres. Dentro de la ambulancia mi mamá me explicaba que nos teníamos que devolver para Medellín porque mi abuelita nos hacía falta y nosotros a ella, yo le creí; ahora que lo miro, mi mamá nunca dejó de protegerme.

Una semana después de estar medio-ubicados en Medellín, un rato aquí y otro rato allá mientras se conseguía trabajo, llamaron a mi mamá para decirle que a la Mona la habían matado. Yo lo supe media hora después cuando la vi llorando; también lloré. Todavía lloro a ratos, es un muerto más que no se me olvida, como Garzón o mi abuelita Marina, personajes grandísimos que hicieron de mi vida algo mejor. Así funciona el país: La Mona fue trasladada para un pueblo en el que la guerrilla no controlaba la zona, los paramilitares sí lo hacían, ellos mismos le dieron muerte a sangre fría, por guerrillera, por torcida y por Mona. Ellos mismos nos quitaron a la Mona, la misma que me enseñó a bailar vallenatos que nunca me aprendí, la misma que se veía hermosa y se imaginaba casándose de blanco. Ellos nos arrebataron a la Mona por la cruel realidad que el gobierno les impuso. Todo es una cadena. El hombre se come al hombre leí un día, desde ese día entendí que en este país lo que menos valen son los sueños.
Ya han pasado más de diez años y el asesino de la Mona ya está muerto, seguramente su asesino también lo estará y tantos otros que lo mataron a él y al que lo mató a él, hasta completar la cadena que nos despierta con un guerrillero, un paramilitar o un soldado muerto. Pasaron diez años y la Mona sigue bailando, bailando el son de los disparos entre las hojas de plátano, sigue bailando entre culebras y sapos a sus veintidós años. Sigue bailando vestida de diosa, de la mujer diosa que siempre fue. La Mona cumplió sus sueños, en la libertad absoluta de su ataúd, iba vestida de medias veladas, de faldita y de pestañina Revlon. Adiós Mona. Adiós.

Daniel.